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jueves, 1 de julio de 2010

Margherita Luti, La Fornarina, una leyenda romántica



Rafael de Urbino, definido por Giorgio Vasari como aquel en el que “resplandecían brillantemente todas las egregias virtudes del espíritu, acompañadas de tanta gracia, estudio, belleza, modestia y buenas costumbres, que habrían sido capaces de ocultar cualquier vicio y mancha, por vulgares y grandes que hubieran sido”, príncipe de los pintores, querido y admirado por papas y reyes, artistas y pueblo llano, amó a esta mujer, Margherita Luti, hasta morir, el día en que cumplía 37 años, “en un exceso de amor”. Todavía hoy, los historiadores del arte se preguntan quién era esta joven: ¿una muchacha sencilla de cuya gracia se prendó un enamorado de la Belleza, o una hábil cortesana que supo tejer su tela de araña sobre uno de los artistas más ricos y afamados de su tiempo?

El apodo “La Fornarina” le vendría del vocablo italiano que designa la harina, ya que Margherita era hija del panadero (fornaio) Francesco Luti di Siena, de la comarca romana de Santa Dorotea, cuyo negocio se situaba en el Trastévere romano. ¿La conoció Rafael en alguno de sus paseos por este popular barrio o, como apuntan algunos, era ya Margherita una mujer pública que prestaba sus servicios como modelo a otros pintores renacentistas? Muchos historiadores sostienen que los “excesos de amor” que causaron la muerte de Rafael no fueron otros que la sífilis.

En la Roma de principios del XVI las cortesanas, que antes se habían denominado peccatrici (pecadoras), se dividían en tres grandes grupos: Las meretrices honestae, gozaban de gran prestigio; las de candela, de lume, así llamadas porque, al carecer de servidores, iluminaban ellas mismas los pasillos precediendo a sus clientes, a los que esperaban en plazas y esquinas; y por último las que sumaban a la prostitución distintas profesiones (lavanderas, panaderas, costureras). Estas solían reunirse en casas de barrios alejados al mando de una meretriz, que simulaba dedicarse al negocio de colocar criadas.
Las honestae imitaban a las aristócratas y se afanaban por mantener su distinción y costumbres. No era raro verlas por las calles de Roma, rodeadas de un nutrido cortejo de sirvientes, dirigirse a misa, a los baños públicos o visitando a sus amistades. Los jóvenes nobles aprendían en sus casas el arte de las buenas maneras y asistían a tertulias artísticas y literarias, en las que se leía a Petrarca y a Boccaccio, y se discutía sobre el quehacer de Bramante o Miguel Angel. Algunas vivían en suntuosos palacios, ataviadas con sedas y damascos, profusamente cubiertas de joyas, y recibían a sus clientes en salas adornadas con mármoles y alabastros, espléndidos muebles, mesas repletas de viandas y vinos exquisitos, mientras se oía el rumor de una música suave y se contemplaba la irisada belleza de las abiertas colas de los pavos reales que deambulaban por los aposentos.

Fuera o no la Fornarina una peccatrici, no es aventurado deducir que Rafael, joven y adinerado, visitara en alguna ocasión casas similares. Vasari nos cuenta que era una persona muy enamoradiza, amante de los placeres de la carne, aficionado a las mujeres y siempre dispuesto a servirlas.

Rafael llegó a Roma precedido de una merecida celebridad. Había nacido en Urbino el seis de abril de 1483, el mismo año en el que Leonardo da Vinci recibe el encargo de pintar la Virgen de las rocas y Sandro Botticelli comienza el Nacimiento de Venus. A finales del s. XV y principios del XVI la península italiana estaba sumida en una expectativa de cambio que presagiaba la llegada de la Reforma luterana. Los astrólogos vaticinaban una nueva era debido a la próxima conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Escorpión. El dominico Savonarola, que tanto influyó en la caída de los Médici con sus sermones, clamaba por una renovación política y moral que pusiera fin a lo que él consideraba una época de degradación. La escolástica no gozaba ya del prestigio de antaño, el individualismo del hombre renacentista lo desvinculaba de la autoridad de la Iglesia y le permitía buscar la verdad con sus propias fuerzas, en contacto directo con la Biblia, mientras los absolutismos políticos transformarían los estados en realidades cada vez más independientes del poder espiritual. “Aristóteles se derrumbaba”, afirmaría Lutero unos años después.

Esta es la Italia que ve nacer a Rafael. Hijo del pintor y escritor Giovanni Santi y de Magia di Battista Ciarla, a los ocho años ya trabaja como aprendiz en el taller de Perugino, luego viaja a Siena, Venecia y Florencia, donde aprende de los grandes maestros como Masaccio, Leonardo y Miguel Angel, hasta que en 1508 su compatriota Donato Bramante, al servicio del papa Julio II y encargado de la ampliación de San Pedro, le llama a Roma para decorar sus habitaciones privadas del Vaticano. A partir de entonces los encargos se multiplican y Rafael va completando un taller de asistentes cuyo tamaño aumenta constantemente. En el cenit de su evolución, habiendo asimilado los hallazgos artísticos de los grandes de su tiempo, Rafael lleva el Alto Renacimiento a su punto culminante y abre las puertas del Manierismo. Y para ello es determinante su descubrimiento de la Antigüedad clásica en la que llega a ser tan experto que, a los treinta y un años, es nombrado prefecto de Belvedere (conservador de las antigüedades romanas) y responsable arquitectónico de las obras de la Basílica de San Pedro. A la muerte de Julio II fue confirmado en sus cargos por su sucesor, Giovanni de Médici, hijo de Lorenzo el Magnífico, que reinó bajo el nombre de León X. A sus 38 años, Giovanni era elegante e inteligente, conocía mejor las artes que la teología y supo dar al Renacimiento su máximo brillo. Fue un mecenas más que un papa, para beneficio de los artistas romanos.

A estas alturas el prestigio de Rafael rebasa las fronteras italianas, y con él su ascensión económica y social, hasta el punto de hacerse construir por Bramante un palacio en el Borgo Nuevo de Roma. Allí vivía con Margherita, de la que no se separaba nunca. Una anécdota nos habla de su dependencia respecto a su amante. Nos cuenta Vasari que “cuando su querido amigo Agostino Chigi, por entonces un riquísimo comerciante sienés, le encargó pintar en su palacio la logia principal, Rafael no podía atender bien este encargo debido al amor que le tenía a una mujer. Debido a ello, Agostino se desesperaba, de forma que por medio de otros, de sí mismo y por distintos medios, logró que esta mujer estuviera con él continuamente en la parte de la casa donde trabajaba Rafael, gracias a lo cual se pudo terminar el trabajo”.

El carácter amable y bondadoso del pintor, unido a su genio creativo, le granjearon el cariño de sus conciudadanos. Uno de sus mejores amigos fue Bernardo Divizio, cardenal de Bibbiena, que le ofreció a su sobrina María como esposa. Tal fue su insistencia que Rafael no supo negarse, pero le impuso la condición de esperar unos años antes de llevar a cabo los desposorios. Pasado el tiempo, Divizio le apremió y la cortesía característica de Rafael le impidió faltar a su palabra, aunque el matrimonio nunca llegó a consumarse. Sus contemporáneos afirman que el impedimento radicó en su amor a Margherita. ¿Por qué, si su amor a la Fornarina era de todos conocido, el cardenal se empecinó en ofrecerle mujer?. ¿Cuál fue la razón por la cual no desposó a su amante?. Todo parece indicar que la joven no era considerada adecuada ni por el propio artista ni por cuantos le querían, y ello abunda en la tesis que apunta a un pasado, al menos, inconveniente. Sin embargo, nada lograba destruir ese amor, aunque se sucedían las tentativas por parte de quienes le rodeaban. El propio León X le ofreció el birrete rojo como recompensa a sus servicios y virtudes, en cuanto finalizara la sala que estaba decorando para él. Muchos otros habían recibido el capelo cardenalicio con menores merecimientos. Pero Rafael antepuso su amor a todos los honores.

Cuando enfermó, los médicos diagnosticaron una insolación y optaron por extraerle sangre. Muy debilitado y viendo que la mejoría no llegaba, optó por hacer testamento “y como buen cristiano mandó fuera de su casa a su amada y dispuso todo para que viviera honestamente”. Su muerte conmocionó a Roma. Las crónicas dicen que “no hubo ni un sólo artista que no llorara de dolor o le acompañase en su sepultura”.

Al día siguiente, el conde Pandolfo Pico de la Mirandola escribía a Isabella d’Este, duquesa de Mantua, dándole noticias del suceso. Era Isabella hermana de Beatriz d’Este y pasó a la historia como una de las mujeres más cultas y entregadas a la protección de las artes de su época. La carta dice así:

“Aunque en estos días santos no se atiende más que a confesiones y a cosas devotas, no he querido dejar de hacer reverencia a vuestra excelencia, a quien a esta hora no habrán hablado de otra cosa que de la muerte de Rafael de Urbino, que falleció la pasada noche, que fue la de Viernes Santo, dejando esta corte en grandísima y universal pesadumbre por la pérdida de la esperanza de grandísimas cosas que se esperaban de él y que tanto habrían honrado a esta edad. Y en verdad, por lo que se dice, muy grandes cosas se prometían de él, por las que ya ven hechas y por los principios que había dado a mayores empresas. Con esta muerte, los cielos han querido mostrar uno de los signos que mostraron en la muerte de Cristo cuando las piedras se resquebrajaron; así, el palacio del papa se ha abierto de suerte que amenaza ruina, y Su Santidad, por miedo, ha huido de sus estancias y se ha ido a las que hizo el papa Inocencio. Aquí no se habla de otra cosa que de la muerte de este hombre de bien, que al final de sus 33 años ha concluido su vida primera, pero la segunda, que es la de la fama, que no está sujeta al tiempo ni a la muerte, será perpetua, tanto por sus obras como por el esfuerzo de los doctos que escribirán su alabanza, a la cual no faltará tema”.

Cuatro meses después de su muerte, el 18 de agosto de 1520, MA Margherita, hija de Francesco Luti di Siena, se retiró al Convento de Santa Apolonia Trastévere, según consta en su registro de entrada. Allí continuó hasta su muerte.

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