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martes, 20 de julio de 2010

El Museo Lázaro Galdiano, de Madrid


Me entusiasman esos pequeños museos que antes fueron casas familiares de hombres singulares, como el Museo Rembrandt, en Amsterdam, o el de Goethe, en Frankfurt. En Madrid tenemos la suerte de contar con varios, entre ellos el Museo Lázaro Galdiano, en la calle Serrano del barrio de Salamanca. Este precioso palacete, llamado Parque Florido, fue la residencia privada del financiero José Lázaro Galdiano, y en ella atesoró la exquisita colección de arte que fue haciendo a lo largo de su vida, y que a su muerte, en 1947, legó al Estado español.




















José Lázaro Galdiano era un intelectual dotado de una enorme sensibilidad artística que le guió con éxito en el proceso de adquisición de sus obras. Y en la construcción de este palacio, encargado al arquitecto José Urioste en 1903 y retomado más adelante por Joaquín Kramer y Francisco Borrás, el responsable último de su ejecución fue el propio Galdiano, ya que impuso siempre sus gustos y criterio a los responsables de su ejecución. La decoración de sus techos, una verdadera belleza, fue encargada al pintor Eugenio Lucas Villamil. En palabras del Marqués de Lozoya uno de los más suntuosos ejemplares de morada señorial madrileña en el reinado de Alfonso XIII.


Cuando el palacio era residencia familiar la entrada se situaba en la calle Claudio Coello. Desde el jardín, de hayas y abetos, se accedía a un precioso vestíbulo, en el techo un fresco de Villamil dedicado a Goya. Alrededor del vestíbulo las estancias más importantes de la casa: el llamado salón de honor, que hoy alberga una espléndida colección de arte español de los siglos XV y XVI; la sala de música, cuyo techo está decorado con un fresco que homenajea a Wagner (a cuya música era muy aficionada la familia), Chopin, Listz, Beethoven, Verdi y Rossini; el gabinete de la comedia, preciosa sala que acogió tertulias literarias, con Lope rodeado de poetas y dramaturgos presidiendo la escena desde el fresco del techo; el comedor, que hoy alberga dos fantásticos cuadros de Carreño Miranda: el pequeño retrato de Carlos II muy joven y el soberbio Doña Inés de Zúñiga.

La colección de Lázaro Galdiano tenía vocación enciclopédica, así como sus intereses artísticos. Armas, esmaltes, joyas, marfiles, tejidos, cerámica, bronces, terracotas, piezas romanas y medievales, artes suntuarias, y desde luego la pintura, todo lo hermoso tenía interés para el coleccionista. Entre tantas maravillas, es difícil elegir algo que destaque, así que me limitaré a comentar las piezas que me conmovieron especialmente.




Este maravilloso cuadro lleva por título El camino de East Bergholt a Flatfor y está firmado por John Constable en 1812. Es un pequeño lienzo, un paisaje de la campiña inglesa realizado con la maestría de la mejor época del pintor.








El Salvador adolescente ha sido atribuído a Leonardo da Vinci, pero recientemente los expertos tienden a pensar que es obra de sus discípulos De Pedris o, con mayor probabilidad, de Giovanni Boltraffio. Ambos compartieron con el maestro taller en Milán, y pudieron terminar el trabajo que comenzó Leonardo sobre un diseño ahora perdido. La tabla tiene, desde luego, el sello de Da Vinci, y emana de ella una fuerza y una serena armonía características en su obra.







La colección de pintura española que posee el museo resulta apabullante: varios lienzos de Goya, el Greco, Zurbarán, Sanchez Coello, Ribera, Murillo. Me llama la atención un pequeño cuadro de Goya, titulado Escena de displinantes, en el que se ve a varios personajes con el sanbenito puesto. También este impresionante retrato de Doña Inés de Zúñiga, de Carreño Miranda.

Espléndida pintura alemana, entre la que destaca dos maravillosos Lucas Carnach (El niño Jesús vencedor de la muerte y el pecado y Calvario, ambos con esa sensualidad que convive con el ascetismo de la pintura protestante), pintura flamenca, holandesa, florentina. Recuerdo especialmente dos retratos femeninos y uno masculino de Tiépolo, colgados en la que fue sala de billar de la residencia.



Dos piezas para terminar: el retrato del emperador Lucio Vero, del siglo II; y una pequeña terracota, bellísima, de una joven lavándose, firmada por Claude Michel Clodion, un escultor francés del XIX que me es especialmente querido.

1 comentario:

  1. Lo interesante, el "plus", es el añadido que aportas donde no sólo el "contenido" cuenta sino el "continente".
    Ese edificio, esa casa...
    Qué era lo que era donde era?
    Ahora sabemos más...
    Gracias

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