El día 27 el Rey le hizo entrega del Premio Cervantes a Ana María Matute. Su discurso de agradecimiento me ha parecido brillante y enternecedor. Os ofrezco unas líneas.
"Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida. San Juan dijo: "El que no ama está muerto", y yo me atrevo a decir: "El que no inventa, no vive". Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: "La música de papá no te la creas, se la inventa". Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna -esa que llevamos dentro, como un secreto - nos la inventamos. Igual que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad -el don más raro de este mundo - en una criatura carente de todos esos atributos (¿Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea...?).
El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar -y quizá explicarme de algún modo- mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas.
Sí, este galardón que tanta felicidad y optimismo me causa -y no olvidemos que el optimismo y los planes de futuro, a los ochenta y cinco años, son cuestiones a meditar o poner en tela de juicio- puede ser el colofón a la entrega de toda una vida que, en mis tiempos mozos, consideré en su mayor parte una "vida de papel". Y recuerdo. Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, Primera memoria. Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura -en grande-, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas. [...]"
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