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sábado, 2 de julio de 2011

"El mar" de John Banville


A veces leo demasiado deprisa. Pienso que esa debe ser la razón por la que, a veces, se me olvida completamente un libro que en su momento me apasionó. Se me olvida todo. Lo encuentro un día en la librería y me sorprendo al verlo. No lo conozco de nada, lo miro con idéntico asombro que si, un día al entrar en el baño, me encontrara a un señor con barba lavándose los dientes en mi lavabo. De repente, un intruso. Y no es que controle completamente mi librería; ya os he contado que sospecho tiene un fondo oculto, un sumidero, por donde se precipitan títulos que sí recuerdo perfectamente y que han desaparecido del estante. A veces aparecen en lugar inusitado, entre guías de viaje, por ejemplo, y me dejan perpleja. No soy muy ordenada, pero no alcanzo tal descontrol.

Pero de lo que quería hablaros es de ese libro que, sospecho, se ha colado de estrangis. Leo el título, y creo recordar que en su momento leí excelentes críticas sobre él. Pero no recuerdo haber llegado a comprarlo. Se quedó en la lista de los "pendientes". Me siento en el sofá y comienzo a leer. Me atrapa. Sigo. Y poco a poco una débil chispita de luz se va haciendo en mi cerebro. Habla de la familia Grace. Me suena. Continúo. La niebla se va levantando, los personajes van cobrando cuerpo. No sé lo que vendrá a continuación, pero el gusto del relato me resulta familiar. La descripción de una casa me trae una imagen ya conocida, algo que guardaba en mi memoria. Este libro ya lo he leído, ya lo gocé, ya lo interioricé, y lo olvidé. Engullo literatura. Será eso, o será que mi cerebro se precipita inexorablemente hacia el vacío? Me consuelo pensando que, al menos, disfruto de un perpetuo bautismo literario.

Eso me está ocurriendo con El mar, de John Banville. ¿Cómo se puede olvidar una novela tan espléndida? Así arranca:

"Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado el carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían, aquel día, una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.
Alguien acababa de caminar sobre mi tumba. Alguien."

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