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domingo, 27 de noviembre de 2011

"Domingo y Delacroix", por Antonio Muñoz Molina


"Hay tanto público para ver las exposiciones que hace falta esperar en cola a que se despejen las salas. La gente aguarda tomando el sol, conversando, descubriendo detalles en esa fachada de ladrillo que se prolonga en una plancha taladrada de hierro, mirando el jardín vertical que ha convertido una pared medianera en una catarata de vegetación. Mientras espero en cola y tomo el sol practico un poco de sociología casera: jubilados, grupos de señoras, parejas jóvenes, parejas jóvenes con niños que juegan por la rampa o que dormitan en cochecitos, madres y padres concienzudos con hijos de diez o doce años a los que esperan habituar a la contemplación del arte.

Un público muy parecido habrá a esta misma hora muy cerca de aquí, en el Prado, en el Jardín Botánico, en el Museo Thyssen, en la Fundación Mapfre de Recoletos; y un poco más lejos en el Reina Sofía, en La Casa Encendida, en el Círculo de Bellas Artes, en la Fundación Juan March. No hablo de oídas. No elaboro ese tipo de especulaciones y vaguedades a las que casi todo el mundo es tan propenso cuando se habla de lo que quiere o no quiere el público, o lo que piden las audiencias, o lo que interesa o lo que vende, lo que los ejecutivos de los medios están tan seguros de saber, y explican con tanto aplomo. En mayor o menor grado, todos se han puesto de acuerdo en decidir que "la cultura no vende", por decirlo con el lenguaje que ellos usan. Algunas veces la entonación es de catastrofismo quejumbroso, matizado de una ficción de nostalgia por tiempos mejores que no se sabe cuáles fueron: la gente ya no lee, ya solo se interesa por la moda o por los chismes sociales, o por picoteos rápidos en Internet, solo quiere basura. Últimamente va extendiéndose un populismo jactancioso, incluso agresivo, en el que no es difícil intuir un matiz de resentimiento: ya basta de tanta literatura, de tanta música clásica, de museos rancios, de tantos libros pesados que nadie quiere ni tiene tiempo de leer, de tanto pelmazo elitista. Atribuir a la gente una ignorancia universal le permite a uno sentirse miembro del club selecto de los que sí saben, o bien sentirse legitimado en su propia ignorancia, en su desgana de aprender.

Carezco de los poderes telepáticos necesarios para juzgar más allá de lo que veo con mis ojos, lo que constato cada vez que voy a una exposición o un concierto o viajo en el metro o miro el correo electrónico o me siento a firmar en una caseta de la Feria del Libro: hay muchas personas a las que las artes y los libros les importan apasionadamente; personas de edades y de gustos muy distintos, muy jóvenes y muy mayores, con estudios universitarios y sin ellos, con curiosidad y amplitud de criterio. No son mayoría: nunca lo han sido. Podrían ser muchas más. Lo serán si mejora el sistema educativo y las condiciones de acceso a los bienes de la cultura, y si los medios acogen y alientan a ese público en vez de actuar como si no existiera o no mereciera ser tratado con respeto. Estos son tiempos difíciles, desde luego, pero lo que hay que preguntarse antes de lamentar el desastre es si ha habido tiempos que fueran mejores."


Este texto forma parte del artículo Domingo y Delacroix, firmado por el escritor Antonio Muñoz Molina, publicado por el diario El País el 5 de noviembre de 2011. Lo suscribo enteramente.

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