"Descartado que puedan ocupar su antiguo papel en la organización actual del saber y las ciencias, la pregunta por las humanidades y su improbable territorio ya no puede plantearse solo en términos científicos, sino políticos: ¿quiere dedicar una sociedad recursos económicos, con todo lo que eso implica, para implantar seriamente los estudios humanísticos, dejando de enmascarar su progresivo y estructural recorte? La pregunta se puede plantear en términos más intuitivos: ¿quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente? Porque desgraciadamente el cultivo de las humanidades hoy tendría que comenzar por la humilde tarea de enseñar a leer y escribir -que debería constituir el primer deber político de la democracia-, lo que nos remite a un horizonte mucho más incómodo: que tal vez hoy se pueda prescindir de la lectura, entendida al menos en sentido humanístico como ejercicio progresivo de formación. Así, tendría que asumirse que leer es algo distinto de obtener una información. La opción política residiría entonces en decidir si una sociedad quiere aprender a leer su propia tradición pasada, pero no porque allí resida la verdad absoluta, sino porque constituye la única referencia accesible para todos, fuera de la lucha por el presente. El pasado puede volverse así la distancia necesaria desde la que todavía podemos vernos. El declive de las humanidades no deja de constituir otra forma de referirse a la aniquilación estratégica del pasado. Al reproche de que las terribles catástrofes históricas del siglo XX ocurrieron precisamente bajo una sociedad ilustrada y leída, habría que oponer que su causa residió más bien en una insuficiente ilustración. Solo cabe recordar la destrucción de la tradición humanística llevada a cabo en Alemania por aquel régimen que anunciaba la nueva época a base de borrar la antigua: comenzó quemando libros como anticipo de la quema de cuerpos humanos. A las tiranías les estorba la tradición ilustrada, de ahí que la desfiguren o directamente la destruyan. Pero nuestra pregunta tiene que apuntar ya sin nostalgia directamente al futuro: ¿qué aportaría el territorio de las humanidades a la democracia?
Si las ciencias humanas investigan científicamente su objeto, políticamente habría que reivindicar el estudio de la cultura humana desde su sentido temporal, accesible solo por medio del cultivo de las lenguas, los textos y los objetos que nos precedieron, pero no con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo de ciudadanía. La cultura así adquiriría un sentido ulterior, no simplemente heredado, sino como condición de una vida social futura extraña a la barbarie. ¿Resulta hoy eso posible? ¿Y si descubriéramos, por ejemplo, que ante ese objetivo el camino no fuera enseñar Educación para la Ciudadanía sino simplemente humanidades...? En realidad, ¿qué pasa cuando algo como la ciudadanía se enseña como una asignatura de la que uno se puede desvincular cuando quiera? Además de ocurrirle como a la enseñanza de la religión -que aumenta el número de irreverentes- el problema reside en que seguramente no se deja enseñar como un conocimiento, sino que es más bien el conocimiento una condición de su desarrollo. Además, ninguna Administración está dispuesta a volver a la difícil enseñanza humanística porque es improductiva, muy lenta y, en consecuencia, cara: aprender una lengua, clásica o moderna; adquirir un bagaje de lecturas; conocer y aprender a ver el arte, resultan tareas extrañas a la rapidez exigida hoy por las tecnologías de la enseñanza. El sacrificio social que se ha pagado a cambio ha sido enorme y la degradación está servida: las humanidades ya no pueden constituirse en el fondo sobre el que construir una sociedad libre y crítica. Pero, ¿qué las va a suplir? Los sobrentendidos aquí no valen y constituyen la puerta de entrada de los totalitarismos, que por descontado son antiilustrados. De ahí que la imagen más sombría proceda de pensar cómo la moderna sociedad democrática fue también la que descabezó las humanidades, seguramente por imponderables de la masificación, pero también por considerar que estaban teñidas de un halo elitista que las identificaba con las antiguas clases de poder. No se percibió que fue la propia conciencia formada en las humanidades la que justamente había acabado con aquel antiguo poder. Hoy podríamos preguntarnos si, más allá de la gestión económica de los recursos y su distribución, es posible una sociedad democrática sin contar con la reimplantación de las humanidades."
Este texto es parte del artículo publicado en La cuarta página del diario El País el 5 de enero de 2012, firmado por el filósofo Arturo Leyte.
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