"Hay días, muchos días, en los que prefiero leer. Me siento en la mesa de mi despacho, reviso mis papeles antiguos, merodeo como un gato alrededor de mi alma; busco, pero no encuentro.
En esos días, lo sé, lo que más me conviene es simplemente leer, demorarme en las veredas que han trazado otros sin demasiado afán por encontrar una salida al jardín de la iluminación en ellas. ‘El vértigo del papel en blanco’, lo han llamado los psicólogos a esta crisis de quien tiene, por lo que sea, la obligación de contar y, en un determinado momento, no le sale y se flagela llamándose vago, cojo de talento, sicofante del sentimiento o usurpador de emociones. Yo creo que siempre tiene uno algo que contar –el sueño de esta noche que nos ha desasosegado, el canto de un gallo, la historia que me cuenta Carmina, mi vecina, sobre la Casa del Cura de Caces– pero no siempre se está para ello. La sintaxis es una forma que tiene el alma de mostrar que se está en orden; pero el desorden sucede a veces, incordiando, y lo que a uno le apetece, francamente, es ponerse a leer toda la mañana, sin la obligación de rellenar tres cuartillas para que alguien sueñe, a partir de lo que uno ha soñado, su mundo. Yo veo una relación estricta entre mi sintaxis, el orden de mi casa y mi alma. Dirá alguno que soy un maniático y lo seré (insultos peores he recibido); pero sólo consigo ponerme a escribir tras un baile ritual que me lleva, si las cosas van bien, media mañana. He de revisar primero libros que hace meses no consigo localizar, he de ponerme unas zapatillas que se han quedado al pie del sofá, he de arrepentirme por haber elegido para esta vida ser escritor, he de desayunar. Fumar varios cigarrillos, tomar varios cafés y un vino, reconstruir mentalmente el paisaje de La Pruída (unos prados de Paniceiros donde vi por última vez a mi abuelo sonreír) son algunas de las tareas que me ocupan la mañana; he de hacer muchas cosas, infinitas, antes de ponerme a contar el cuento de la Casa del Cura de Caces, que ayer me contó mi vecina, y mientras tanto en mi casa sólo encuentro puntos de fuga que no dibujan ninguna perspectiva: el claxon del panadero, la llamada del teléfono que me exige para ayer un artículo, el remordimiento de un cerezo al que debería de podar una rama enferma, a riesgo que se desangre, si quiero tener el próximo junio alguna cereza; todas estas cosas se me juntan y muchas más. Me nace entonces la rebeldía y la vergüenza a la vez. La rebeldía: ‘Al carajo con la escritura, a mí lo que me gusta es leer’, me digo. La vergüenza: ‘Este cansancio, tal vez momentáneo, ¿será el anticipo de un declive que no podré contener?’. Todos los trabajos tienen sus huesos, dicen en Portugal, y yo miro mi despacho como un carpintero mira sus manos antes de empezar a darle a la azuela: con determinación y desesperación. Sólo así se hace una silla, sólo así se cuenta un cuento.
El caso es que a mí, esta mañana, lo que me gustaría es ponerme a leer. Lo he hecho y he saltado de un libro a otro. He revisado viejos números de los Cuadernos del Norte, que son una delicia ahora que la modernidad se ha manchado de tiempo; antologías de poesía, como ésta que abro ahora sobre la de Irlanda, organizada por Brendan Kennelly, y en la que se puede leer el prodigioso poema titulado The King of Connacht en el que alguien pregunta si en el campo de batalla han visto a Hugh, el Rey de Connacht; y alguien, que tampoco sabemos quién es, contesta: ‘Todo lo que hemos visto ha sido / la huidiza sombra sobre los brezos’. Buscaba una salida, con desasosiego. En ese poema, ¿se habla acaso de la cobardía de Hugh, aquel rey que se enfrentó al vikingo en el siglo VIII en las costas del Ulster? No lo han visto en el campo de batalla, de su cuerpo lanceado no queda ni rastro, sólo, al parecer, la huidiza sombra sobre los brezos; pero el poema, compruebo, se ha escrito cien años después de que Harolf, el Rojo Danés, asestara la cuchillada definitiva que mató a Hugh, de tan dulce recuerdo; pero de aquella sangre, como en el poema, cien años después sólo queda el frágil olvido sobre la hierba. Sic transit gloria mundi.
De la poesía irlandesa he saltado a Michel Tournier, que nunca me defrauda: algún libro que ya ha escrito él proyecto escribirlo yo, como ese de la casa que me sugería que escribiese por un sms José Luis García Martín. Tournier vive en una rectoría, en la casa de un cura de las afueras de París. Ha arreglado lo que compró como ruina y en esa ruina, que ha ido adquiriendo poco a poco la forma de su alma, vive actualmente. Me gustaría alguna vez charlar con él, ver cómo se las arregla día a día para contar cuando lo que a él le place es leer y anotar en un cuaderno las insensateces de los escritores, en otro cuaderno las maravillas que lee y en otro tercero las insensateces y las maravillas que se le ocurren a él. Yo hablé, en su día, con la responsable del Consulado de Francia en Bilbao, para traer a Tournier a Gijón. La pobre pensaba que yo era alguien. Tras la comida, que pagué yo en El Planeta, se fue a hablar con unos altos directivos culturales. Del pobre Tournier quedó la sombra del aire entre los brezos…
Tournier vive en una antigua rectoría en los alrededores de París. También en Caces tenemos una casa de cura muy antigua, fatalmente abandonada, con una pomarada muy llana y (esta sí) bien cuidada. Supongo que destinarán la sidra a las bodegas del Arzobispado, aunque este año, vistas las maneras del mitrado, pienso que se va a quedar la sidra dulce sin obispo que la pruebe. En fin, a lo que vamos desde el principio dando vueltas: me dice Carmina, mi vecina, en su asturiano claro que la próxima semana es la fiesta de Caces. Ya no se celebra pero hay rumores.
–¿Rumores de qué, Carmina? –pregunto intuyendo que se ha constituido una comisión de fiestas y que tal vez este año, como cuando el mundo era mundo, se va ha celebrar la fiesta en condiciones.
–Rumores de fantasmas se oyen todos los años ese día en la Casa’l Cura. Al parecer, todos las almas de los curas que fueron en la parroquia, y que suman 136, se reúnen para una buena pitanza –me dice sin creerse lo que dice.
Yo, sin embargo, me lo creo. Me parece verosímil. ¿Quién no aceptaría, después de muerto, un pase pernocta para celebrar una noche la fiesta de su pueblo?
Todo esto, sin embargo, me crea muchas dudas. ¿En qué hablarán los fantasmas de esos curas? ¿En latín del seminario, en el asturiano de la parroquia o en el castellano del catecismo? No me vale que me digan que en telepatía, que para no hablar no va uno a una fiesta y menos si se tiene que desenterrar, sacudirse el polvo de la muerte y mandar (¿a quién se lo mandarán?) planchar la sotana y sacarle brillo al bonete. Hablarán en todo, que tras un año sin reunirse, hay muchas cosas que contar y en diverso acento del coro de los ángeles, de las anécdotas que un día florecieron sobre la tierra y de lo que sobre la marcha se invente, que para eso estamos. Sólo una cosa me preocupa. ¿Cómo sazonarán los manjares de la fiesta? A las almas benditas, dice la creencia popular, les está vedada la sal por prescripción celestial. La ausencia de sal genera melancolía y libros extravagantes, con lo que de alguna manera habrá que compensar. He de preguntarle al señor Vilabella, que de la comensalidad lo sabe todo: ¿sazonarán el jamón con pimienta? ¿Habrán cedido –¡horror!– a la moda del cilantro en el arroz a la candasina? ¿Descubrirían el curry de Ceilán y su punto travieso?
Todo es posible y se pueden arriesgar muchas hipótesis; pero, francamente, no estoy para ello. Me tienta el silencio, la lectura reposada, el sueño. Al final, todos ganamos: una buena historia, creo yo, vale más por lo que no se cuenta que por lo que se cuenta."
Xuan Bello es uno de los escritores más interesantes del panorama literario asturiano, tanto en verso como en prosa. Os dejo, como botón de muestra, este pequeño relato que he encontrado en su página web, que os aconsejo visitar siempre que podáis. Encontraréis más de una joya.
Que maravilla! Me encanta. Gracias mamá.
ResponderEliminarUna joya, sí, este relato. Muchísimas gracias.
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