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viernes, 29 de noviembre de 2013

Mi plaza en otoño

Vivo asomada a una plaza, aunque desde mi ventana (a mi espalda mientras escribo) solo llegue a ver las plantas del repecho y las terrazas de la casa de enfrente, demasiado próximas, desventajas de las angostas calles del centro de Madrid. (Por cierto, ¿no os parece que la palabra "angosta" es demasiado abierta para denominar algo estrecho?). Pero, desde que he regresado a esta ciudad, Olavide ha sido mi casa, donde recalo en algún momento todos los días, el lugar al que se han enredado mis afectos.

























Salvo algunas excepciones, las casas que circundan la plaza no son especialmente bonitas, no tienen  el empaque ni el estilo de sus vecinas, al sur de la calle Santa Engracia. Muchas de las más antiguas han sido sustituidas por nuevas construcciones carentes de personalidad, pero el conjunto tiene un enorme encanto. Aires de barrio que sobrevive a toda costa, que se reinventa, acogedor, multirracial, sucio y castizo.













(Se me acaba de quemar el almuerzo. Distraída hablándoos de mi plaza, ha llegado hasta mí un inconfundible tufo desde la cocina y me he encontrado carbonizadas las verduras. En vista del éxito, me he servido una copa de vino).






















Pequeños comercios, establecimientos de toda la vida. Desde que mi nieto comenzó a caminar le he comprado zapatos en Cantero. Los dependientes le han visto crecer y le hacen fiestas cuando vamos a por un nuevo par de zapatillas de deportes (suelo dejar las viejas en la tienda con destino a la basura): los barrios son el antídoto perfecto a la despersonalización de las grandes ciudades. Propicio que mi nieto establezca lazos afectivos con  personas y lugares de su infancia: quizás me esté proyectando en él.













Niños, ancianos... En cuanto llega el verano y suben las temperaturas Olavide se convierte en el hogar de un sin fin de mendigos que dormitan en los bancos y hacen sus necesidades por los rincones, con lo que ello supone para la mínima higiene exigida a un lugar destinado principalmente a los niños. La alcaldesa por la gracia de Aznar se lava las manos: en La Moraleja no ocurren estas cosas. !Qué difícil resulta  hallar algo no contaminado por la gestión  criminal de este personal¡ Un resquicio limpio donde plantar algo de esperanza.

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