Guardo dos sensaciones precisas del tiempo que me tocó vivir
bajo la dictadura del caudillo, nuestro generalísimo Francisco Franco: el miedo
a la Policía y el trato cotidiano con la mentira. Ya sé que la realidad
española fue suavizándose conforme nos alejábamos de la sangría provocada por
el golpe militar de 1936, pero en el aire de los años cincuenta, sesenta y
setenta que yo respiré podía percibirse con facilidad el olor del miedo y de la
mentira.
Los periódicos mentían tanto por lo que callaban como por lo
que decían. La retórica sobre el imperio, la raza, la patria, la gloria que nos
enseñaban en las clases de Formación del Espíritu Nacional no resistía las
primeras miradas sobre el mundo. Un país pobre, menesteroso, humillado, sin
ciencia, sin una economía sólida, sin cultura pública, sin repercusión
internacional, sufría bajo las alas del águila. Más bien una gallina. Los
colores de la bandera solo servían para ponerse rojos de vergüenza y amarillos
de envidia cada vez que íbamos descubriendo lo que era la vida.
Los políticos mentían. Y no me refiero a las verdades a
medias y las manipulaciones propias del electoralismo. Mentían de verdad y
hasta el fondo, como yo de adolescente cuando me obligaban a confesar los curas
del colegio. Éramos herederos de un Régimen basado en la instauración oficial
de mentira. A Miguel Compins, Comandante
Militar de Granada, fueron a buscarlo los golpistas a su despacho, en donde
estaba tan tranquilo cumpliendo órdenes del Gobierno y de la superioridad, y lo
fusilaron por ayudar a la rebelión. No fue el único caso. El legal era el
sublevado, en invierno hacía calor, en verano frío, los peces volaban por las
nubes y los pájaros nadaban por las profundidades del mar si así lo afirmaba la
autoridad.
Nadie, claro está, confundía la verdad oficial con la
realidad. Eso creaba una separación tajante entre el Estado y la calle. Hoy
somos herederos de esa división impuesta por la costumbre de mentir. Lo que
empezó siendo la mentirijilla electoral en la España democrática desemboca hoy
en el regreso a la desvergonzada mentira fascista. Rajoy jura que no conocía las actividades corruptas
de su tesorero más íntimo y no pasa nada. Ana Botella dice que la Reforma
Laboral ha salvado los puestos de trabajo de los trabajadores de la limpieza en
Madrid y no pasa nada. Se miente sobre la economía, el paro, la política
internacional, la honradez de la familia real, y no pasa nada. Las
instituciones –véase el poder judicial- son una mentira en funcionamiento. Ha
vuelto a hacer calor en el mes de enero. La moda de las memorias políticas en
nuestro país y la apertura de la Fundación Felipe González se deben a que está vigente una veda infinita para las
mentiras. Aquí el error propio es una enfermedad descatalogada en las
conciencias.
También hemos vuelto al grito de “la calle es mía”. Lo lanzó
Fraga Iribarne para recordarnos en 1976 la norma número uno de la dictadura a
la que había servido. Respondiendo a su origen, el Gobierno del PP ha dado
forma de ley al grito de Fraga. En vez
de respetar y solucionar los problemas graves de los ciudadanos, criminaliza
sus protestas con multas desmedidas y con estrategias de impunidad para la
represión. La ley hipotecaria nos deja sin casas, la ley mordaza sin calle, dos
formas de desahucio. A la Policía española deberemos tratarla con miedo. Se
acabó la confianza. Las Fuerzas de Seguridad tienen como enemigo al ciudadano.
La patria produce otra vez extranjeros en su propio país. Atreverse a poner el
pie fuera de la mayoría silenciosa es un acto de rebeldía intolerable. Exigir y
practicar los derechos constitucionales puede convertirnos en cómplices de la
sublevación.
Buenos días, fascismo. Los españoles volvemos a vivir en una
realidad cotidiana fascista. Podemos discutir si se trata de prefascista, posfascista, parafascista o cuasifascista,
pero la evidencia es que nos hemos instalado en el cartón piedra de la mentira
y en una plaza de armas que sólo pertenece a la autoridad. Entre nuestros
derechos no está la calle. Convivir es obedecer bajo el absolutismo de unos
diputadísimos y unos ministrísimos que son herederos del caudillo.
Podrán decirme que han llegado al Gobierno por las urnas.
Llegar por las urnas al fascismo no es algo nuevo, ni resta gravedad, sobre
todo cuando se incumplen los contratos electorales de forma desvergonzada.
Podrán decirme que la gente volverá a votarlos. Eso no significará que dejen de
ser fascistas, sino que el fascismo se ha instalado en los procedimientos
democráticos. En una realidad fundada en la mentira, con una división tajante
entre la España oficial y la España real, entre los mundos virtuales y la
experiencia de carne y hueso, los votos pierden su vinculación con la calle y
pasan a ser una parte más del videojuego de las supersticiones. Sin patrimonio
legal democrático, podrá haber votos, pero no habrá democracia.
Ni soberanía popular, ni instituciones representativas, ni
participación. Mentira y represión policial. Buenos días, fascismo.
Luis García Montero, diario El Público, 21 de noviembre de 2013
No me gusta LGM, siempre presente en Granada. Con todo, me quito el cráneo ante esta columna: la comparto al 102%.
ResponderEliminarYo también viví esas décadas que él menciona (soy mayor que él) y conozco la realidad que menciona. Sólo discrepo en esa apreciación suya de que la realidad y la mentira oficial eran estancas. Toda mi niñez y primera juventud mi generación las confundió. Sólo al alcanzar la adultez empezamos a pensar de forma diferente a la oficial, con bastante mosqueo por parte de nuestros padres. Lo de no confundir libertad con libertinaje (éste último era todo lo que no era como decía el credo oficial), me lo ha dicho la generación de mis pdres y tíos miles de veces.
Pienso que si mi generación no salimos absolutamente tarada es porque valemos mucho: superar tanta estupidez y tanta manipulación no está al alcance de todos.
Un saludo,
AG
Estoy de acuerdo contigo, Alberto. La gente de nuestra generación tuvo que hacer una auténtica revolución interior para librarse de todas las cadenas con las que crecimos. Mucho mayor esfuerzo aún en el caso de las mujeres, aherrojadas hasta casi la aniquilación. Eso nos ha hecho fuertes y libres, para desconcierto de tantos varones. En fin... me voy por los Cerros de Úbeda. Un abrazo fuerte
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