La inquietud que nos quema
Al principio estaba muy solo. Mi alma era
una isla rodeada por mujeres y yo quería
hablar con mi padre. A los catorce años
el mar es algo importante; suéñese ser
grumete o capitán, lo que se quiere,
las manos en el timón que tiembla,
es oír el canto de la sirena. Presentimiento
de Nausicaa acaso; pero sobre todo
la seguridad de tener un cómplice
ante la perplejidad. Te hablaría
de las interminables noches mirando la luna
de la literatura. Pero no buscaba, padre,
que a mi soledad le diesen la razón.
Te buscaba a ti, que estabas solo, y sólo quería
un gesto que nos hiciese iguales. Muerto
ya sabes lo que es mirarse en el espejo de la nada
y tus manos de viña crecen en el secreto
que nos consume. Padre, te lo voy a contar todo:
te quería y a huir aprendí por veredas
que aún no acierto.
Tenía catorce años cuando dejé
de hablarte. Tampoco tú a mí te dirigiste
con la reverencia que se debe a quien de si depende.
O tal vez sí, y no te entendí, y esta carta,
que le envío al silencio de tu ausencia,
sea una torpeza más de un niño consentido.
Padre: nunca hemos hablado.
Padre: te lo voy a contar todo.
Al principio, ¿recuerdas?, estaba muy solo:
el resquicio de la puerta donde el ojo acechaba,
la caricia brusca y la seguridad de que no había
donde agarrarse. Escuchaba a Janis Joplin
como si comulgara con un Dios que creía en mí.
Aprendí a pasar desapercibido escribiendo
y pronto comprobé que nada hay más efectivo
para ocultar un secreto que escribirlo en un libro.
Escribir, escribir: fingir que tengo
una vida más alta. Eso ha sido mi vida
en estos años últimos. Y sin embargo, Padre,
te tengo que confiar dos cosas:
la primera es que muchas veces la vida se parece
a lo que he escrito; la segunda, cosa extraña,
es que el pasado escrito, finalmente, florece en la memoria
y el rosal que no se marchita araña
con su tela de araña la realidad.
Padre,
padre mío: cómo me duele que te hayas muerto
sin decirte que era lunes y agosto y París encendida;
cómo me duele no haberte dicho,
en el rincón oscuro de la bodega,
cuánto me gustan las mujeres.
Padre, ten paciencia:
éste es el cuento que le cuento a tus huesos calcinados.
A no oírnos ya estamos acostumbrados
pero qué quieres que te diga:
no me basta con soñar contigo a veces
en la noche que aúlla como un lobo.
No me basta con tenerte cerca, aquí, por dentro.
Quiero estrecharte la mano; quiero que me abraces
y me lleves al mar, al mar que se reserva
al primogénito. Mar de viñas
los de tu tierra, mar quemado
los de tus ojos.
Llévame allí, Padre, y dime
lo que ahora sé y entonces ni intuía:
hermanos somos en la inquietud que nos quema.
Gracias por traer este texto tan hermoso de nuestro paisano.
ResponderEliminarHace 32 años que le estoy diciendo esto mismo a mi padre y no me cansaré nunca hasta que, juntos otra vez, me responda.
Mil besos en tiempo de adagio, cielo.
Es conmovedor, sí. Xuan cada día escribe mejor. No te entristezcas, cielo. Un beso enorme.
EliminarXuan Bello es un poeta viril y entrañable. Pero él ha tenido la culpa de mi bienes...
ResponderEliminarAy Guillaume.... y ese pero que entra en flagrante contradicción con los bienes otorgados? Mi eterno agradecimiento a Xuan que te acercó a mí. Un beso
EliminarEsa es, Madeleine, la paradoja de algunos bienes: dulces cuchillas que te abren las frutas más sabrosas y maduras ... y a mí con ellas, en canal.
ResponderEliminarCelébralo, Apollinaire querido. Pura vida.
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