"Nada hay más secreto que un castañeo. Un castañeo, para
quien no sepa asturiano, es un bosque de castaños (en la lengua de aquí esos
árboles son femeninos y se le llaman comúnmente 'les castañales'); nada más
secreto y feliz que perderse por un castañeo, con una bolsa repleta de
espectativas, y recoger uno a uno los dones de la intensidad. Después asaremos
las castañas sobre la chapa de la cocina y ese olor y ese sabor tendrán la
virtud de transportarnos a lo imprevisto pero infinitamente añorado. A mí, esa
sensación cálida, ese roce en el alma como un susurro de arbustos sobre los
hombros del silencio, me llevan a muchos sitios a donde vuelvo, con lágrimas a
veces, muy alegre. Cierro los ojos y veo a mi abuelo Perfecto Bello en la
cocina de Borrenes sacando del horno de la emoción unas castañas que había
recogido, en el bosque del Chabarigo, aquella misma tarde; veo una esquina de
Coimbra, en la rúa Ferreira Borges, y el vendedor que me alcanza un cucurucho y
dice:
-O senhor estudante, ainda não sabe o secreto?
No, no sabía aún el secreto, pensé ante aquella frase tan
misteriosa. El castañero me guiñó el ojo y me dijo que había estado una vez en
España, en Zamora, y que por ver cómo era allí su oficio había comprado cinco
escudos de castañas en un puesto.
-Aquí les echamos azúcar. Es el gusto portugués, muy
diferente al de España. Ciclistas, abuelos con sus nietos, parejas que se
pierden por el bosque en busca de ese rincón oculto que los latinos llamaban
«imo» y donde es posible, de manos dadas, ver el reflejo, el rayo de oro, de la
eternidad. Castañeos de Ponga libérrima, de Llanes acosada, de Piloña íntima o
de Quirós trémulo y luminoso. Castañeos de Pravia, adonde fui por un día, en
busca de la enamorada emoción del vagabundeo, y donde recordé que «el tiempo es
oro / en el vuelo grave del otoño». Sensación de vida que se refugia,
fraternidad con el musgo, pisadas que se deslizan furtivas sobre las hojas
blandamente muertas. Una vez, en Madrid, coincidí con una chica, muy joven y
simpática, que padecía de una nostalgia incurable de su Asturias. Estaba,
además, indignada: le decía a mi mujer que había ido de excursión a Sierra
Nevada y había visto desde lejos un castañeo inmenso. Se acercó con el corazón
en un puño y vio un cartel y un guía. ¡Por veinte euros podía pañar cinco kilos
de castañas!
-¿Páseslo a creer? ¡Por venti euros! -decía.
Los pagó, que echaba mucho de menos a su abuelo, y me contó
una historia de su concejo natal, Llaviana. Algo había leído yo en una novela
de Milio Rodríguez Cueto, algo sabía yo de la historia del rayo de oro. Aquella
mocina me dijo que existía, en algún secreto rincón de Asturias, una castañal
poderosa que producía un solo oriciu pero que sus castañas eran de oro purísimo
y dormido. Cuando caía el oriciu y se abría por el efecto de la ley de la
gravedad a la luz de la luna un finísimo rayo de oro iluminaba el mundo. Quien
tuviese la suerte de verlo sentiría en su corazón una alegría súbita que
explicaría su vida: podría ver la eternidad a través de la rendija del sueño y
sería consciente de que todas las religiones son ciertas excepto la suya. Es
muy difícil ver ese rayo enamorado de la vida pues un moro -en Asturias y en
Galicia los tesoros ocultos los custodian moros y tienen título de funcionarios
del Estado-lo recoge ávido y lo oculta en una cueva cercana. Si se descubre esa
cueva -donde duermen secretos nada menos que tantos oricios como años tiene la
castañalona- sólo una cosa hay que hacer; para poder entrar se debe tener en la
memoria estos versos que podían ser de Maiakovski: «como un violín que acaba /
de nacer en la altura». Neruda, a veces, tiene razón."
Xuan Bello, diario El Comercio, de Gijón, 27 de octubre de 2013.
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