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sábado, 13 de agosto de 2011

Cuaderno de bitácora: domingo, Venecia


Todo comienza el último domingo de julio, a primera hora de la mañana, cuando embarco en un avión rumbo a Venecia. Venecia, mi ciudad mítica. Pero en esta ocasión no será ella el objeto del viaje, sino la primera y última escala de una travesía por el mar Adriático, el Jónico, el Egeo, el mar de Mármara ... Una semana de navegación, con escalas en Bari, Katakolon, Izmir, Estambul, Dubrovnik, y de nuevo Venecia.













Es mi primer crucero, y todo me resulta fascinante. El barco, de bandera italiana,también se estrena con este viaje. Costa Favolosa, espantoso nombre para un navío precioso, decorado como una mezcla de casino de Las Vegas y Torre Trump neoyorquina. La llegada y salida de las ciudades, un espectáculo extraordinario, una perspectiva desconocida que te permite largas despedidas, no esos adióses bruscos e inhumanos que te exigen los viajes en avión. Los desembarcos, pasear por la ciudad con el tiempo pegado a los talones porque hay una hora límite para embarcar y la visita debe ser intensiva, no extensiva; incluso esto tiene su encanto. Y, sobre todo, el mar. Vivir ocho días en el mar. Oler, escuchar, contemplar, empaparte de mar.






























Antes de zarpar, unas horas para disfrutar de Venecia, algo prácticamente imposible si se pretende transitar por la Plaza de San Marcos y aledaños, tomados por una marabunta de turistas de los que, aunque me pese, formo parte. Así que opto por buscar una pequeña trattoria donde almorzar y perderme por los pequeños canales, por las callejuelas, reencontrarme con la ciudad que hace tiempo me enamoró.

















La Venecia de fachadas desconchadas, de olor a sardinas. La Venecia destartalada que se hunde lentamente mientras sigue mostrando al mundo como de hermosa puede ser una vieja ciudad en su agonía. Su belleza me sobrecoge como el primer día. Dama antigua, Venecia.


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