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lunes, 15 de agosto de 2011
El barco
Antes de nada, confesaros que aborrezco los viajes organizados, el "si hoy es jueves, esto es Bélgica". No soy nada gregaria, huyo de las multitudes y no me interesa en absoluto la vida social. Me gusta viajar a mi bola, si es posible, en silencio, con la única compañía de una cámara, un cuaderno y un bolígrafo. Entonces, qué hace una chica como yo en un crucero como este?. Pues, viva la contradicción, disfrutar cada minuto. Disfrutar viendo a un grupo de gente variopinta hacer aerobic en una de las cubiertas, ante una pantalla gigante en la que se emiten videoclips.
Disfrutar observando como las mujeres se enfundan el traje de noche y se acicalan y perfuman, y los caballeros se encorbatan para ir a cenar a cualquiera de los restaurantes del barco. Disfrutar descubriendo a las parejas bailando acarameladas en cualquiera de las discotecas, a los niños tirándose en las piscinas, a sus padres en el spá o aprendiendo a bailar salsa. Este es un mundo fascinante.
Como veis, la decoración del barco resulta inaudita. Es la versión más chillona y hortera del lujo que imaginar se pueda. Un no va más de espejos, dorados, tornasolados, brillos y cromados. Lo recorro con la misma fascinación que siente un pájaro ante una serpiente. Un homenaje a lo rutilante, más propio de otras latitudes que de la exquisita Italia.
Pero esta es mi casa durante ocho días, y he de confesar que enseguida me gana la ternura y hago propio cada rincón de tan singular universo.
Muy pronto se establecen las rutinas, la cariñosa familiaridad con Laurence, el camarero encargado del camarote y de facilitarnos la vida; con los camareros del restaurante, que terminan conociendo nuestras preferencias gastronómicas; con el guarda de seguridad que chequea nuestra identificación en cada salida o entrada al barco. Y el reencuentro diario con el camarote, una isla de intimidad, con esa terraza que es un milagro hacia el mar. Siempre el mar. Y ese dulce vaivén que me mece cada noche.
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