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lunes, 27 de febrero de 2012
Los tesoros del Hermitage, en el Museo del Prado
Tenemos tan pocas oportunidades de ver obras de Caravaggio en Madrid que, aunque solo fuera por contemplar esta maravilla, El tañedor de laúd, merecería la pena visitar El Hermitage en el Prado. Caravaggio, pendenciero, vividor, violento, el Caravaggio que elegía a sus modelos entre lo más arrastrado de la ciudad, nos dejó una obra excelsa, tan fieramente humana, que diría Blas de Otero, incomparable. Este tañedor de laúd es una belleza. Algunos historiadores del arte le dan una interpretación religiosa, aunque yo me inclino más por la teoría que apunta hacia un elogio de la vida, los placeres y la belleza. La joven sensualidad del tañedor, con la mirada melancólica y los labios entreabiertos; el madrigal que interpreta, perfectamente identificable en la partitura ( se trata de dos madrigales del compositor flamenco Jacques Arcadelt, Voi sapete ch'io v'amo anzi v'adoro y Chi potra dir quanta dolcezza provo); las flores y las frutas, todo en el cuadro evoca armonía y sensualidad.
Pero, como os podéis imaginar, la exposición nos ofrece muchísimas maravillas, tantas que después de tres horas recorriendo las salas siento que necesito una nueva visita para degustar despacio algunos cuadros. Como me pasa siempre que intento hablaros de una muestra de esta magnitud, tengo que hacer un esfuerzo por elegir solo un puñado de obras, apartando otras igualmente excepcionales. Siempre me fascinó la figura de San Sebastián como tema pictórico. Aquí le tenemos representado por Tiziano, una obra inacabada (fijaos que la pierna y el pie derecho estás poco más que abocetados) pero de enorme fuerza expresiva. Emerge la figura de la oscuridad, iluminada por la luz del atardecer y las llamas de una hoguera. Según los expertos, Tiziano se inspiró en el Apolo de Belvedere para pintar el cuerpo y en uno de los hijos del grupo del Laoconte para el rostro. A la derecha San Pedro y San Pablo, de El Greco, un espléndido cuadro en el que el pintor define la personalidad de los dos santos: Pedro más humilde y bondadoso, en segundo término, frente a un Pablo más severo y soberbio. Es posible que los rasgos de este último sean los del propio pintor, que a lo largo de los años reprodujo en varias de sus pinturas. Le vemos en El entierro del conde de Orgaz (el octavo rostro por la derecha) y en el Retrato de un hombre.
La influencia de Caravaggio en Velázquez se refleja perfectamente en esta obra de juventud del pintor español, El almuerzo, en el que vemos a un anciano caballero, un joven y un niño ante un modesto almuerzo. Es muy probable que Velázquez pintara este cuadro mientras era aprendiz en el taller del que luego sería su suegro, el pintor sevillano Francisco Pacheco, que nos ha dejado referencia escrita sobre el niño del lienzo, el mismo que aparecerá más adelante, ya algo mayor, en Los tres músicos, La vieja friendo huevos y El aguador de Sevilla: "Diego Velásques de Silva, siendo muchacho (...) tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna". A la derecha otra obra maestra, San Sebastián curado por las santas mujeres, de José de Ribera. Una vez más vemos la enorme influencia de Caravaggio tanto en la composición del cuadro como en la utilización del claroscuro. Resalta el cuerpo del joven en actitud desmayada y la belleza del rostro de Santa Irene, inclinada sobre él, colocando un ungüento en la herida del costado. Me fascina este cuadro: el brazo colgando inerte, el gesto de la mano, el abandono de la cabeza, la luminosidad de su piel. Una belleza.
Dos tesoros más: extraordinarios estos dos cuadros de Rembrandt, desconocidos para mi. A la izquierda, Retrato de un estudioso, en el que aparece el joven estudiante sorprendido mientras escribía, recién levantada la cabeza de su labor, la boca entreabierta y la mirada fija en quién acaba de llamar su atención. Fijaos en las manos, la naturalidad con la que una sostiene la pluma y la otra, más flácida, descansa apoyada en la cuartilla. Y esa luz sobre su rostro, la luz de Rembrandt, inconfundible, también en el cuadro de la derecha, Caída de Hamán (Hamán recibe la orden de honrar a Mardoqueo), un óleo magnífico en el que se impone la figura del visir en primer término. Los expertos no llegan a un acuerdo sobre el significado del cuadro. Según una teoría, representa a Urías, condenado a muerte por el rey David. Otras apuntan al momento en el que Hamán recibe la orden de honrar a Mardoqueo, personaje judío de la Biblia. En cualquier caso la escena está cargada de dramatismo, el visir con la cabeza baja y el gesto de la mano sobre el pecho parece acatar su suerte con resignada grandeza, al igual que el personaje de la derecha, ambos investidos de dignidad, frente a la expresión de tristeza del anciano. Me impresionó la fuerza expresiva de este cuadro verdaderamente extraordinario.
Gabriel Metsu reproduce en su lienzo La visita del médico uno de los temas más populares de la década de los sesenta del siglo XVIII en Holanda, el mal de amores. Aquí tenemos a una joven aquejada de melancolía amorosa. Sus ropajes y los muebles de su alcoba nos hablan de una familia de la alta burguesía. Junto a ella el médico, vestido de negro, parece observar a contraluz un recipiente, muy probablemente con orina de la enferma, mientras que a su lado una anciana criada espera su diagnóstico. Y a la derecha una maravillosa terracota, El éxtasis de Santa Teresa, uno de los modelos finales realizados por Gian Lorenzo Bernini como boceto para la elaboración posterior de la escultura en mármol que se encuentra en la iglesia de Santa Maria della Vittoria, en Roma. Reproduce el momento en el que el ángel clava su dardo en el corazón de la santa, conduciéndola al éxtasis de amor divino descrito por la propia Teresa de Ávila. Es una pieza pequeña de bellísima factura que me hubiera traído a mi casa feliz. Pero no se acaban aquí los tesoros de la exposición. En otra entrada, más.
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