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martes, 7 de febrero de 2012

Lágrimas de cocodrilo


"Pasen y vean el show de Arroyo", leo en el periódico esta mañana de lunes, al sol de una terraza madrileña, después del temporal. Un día precioso, arrebujada en el abrigo, delante de un café, casi feliz. La semana se presenta muy disfrutable: me espera sesión doble de cine, dos conciertos en el Auditorio, almuerzos familiares y Libertad, de Jonathan Franzer, 700 páginas prometedoras. Una sombra se acerca a mi mesa y susurra algo que no entiendo, automáticamente deduzco que pide dinero y le ahuyento con un gesto. Tímidamente una mano recoge algo que había depositado sobre mi mesa, un papel blanco doblado por la mitad. Lo rescato y leo el mensaje, mientras su propietario se dirige a las mesas vecinas. Escrito a mano con letra de imprenta: "Lo estoy pasando muy mal. Si puede, ayúdeme. Gracias." Levanto la vista. Un señor de unos setenta años, bien vestido, pelo blanco, perfectamente afeitado; su gesto avergonzado, vacilante, la extrema consideración con la que aborda a la gente me conmueven profundamente. Es evidente que no está acostumbrado a pedir ayuda, acaba de ingresar en el mundo de los desheredados. Preparo el dinero y le observo, esperando que regrese. Se oculta tras unos árboles. Pasan unos minutos y no regresa. Alarmada salgo tras sus pasos (abandono el periódico, no he pagado el café, qué pensará el camarero) y no lo veo por ninguna parte. Dos borrachos dormitan tumbados en los bancos del parque; varios ancianos ejercitan las piernas sobre esos pedales que el ayuntamiento ha colocado en las plazas; una mujer toma el sol con los ojos cerrados; una pareja pasea un perro. Pero él no está. Acongojada, vuelvo sobre mis pasos. Un acordeonista toca un fox trot en la puerta del bar. Una mujer a la que conozco de vista levanta a pulso a su padre, anciano, de su silla de ruedas, y estrechándole contra ella lo deposita con infinita suavidad sobre la silla de la terraza, sonriendo le coloca la bufanda y se marca unos pasos de baile mientras el anciano la observa. Una multitud de palomas y gorriones, ahítos de patatas fritas, se arremolinan alrededor de una pareja de mediana edad. No vuelve. El acordeonista se acerca y me pide ayuda. Niego con la cabeza. Vuelvo a casa desolada, pero son lágrimas de cocodrilo. Convivo con mi mala conciencia. Cuando esta tarde salga del cine lo habré olvidado.

1 comentario:

  1. Precioso, conmovedor, honesto!!!! Me chifla mami. Gracias por estas joyitas con que nos deleitas. Es un lujo. Mua!

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