
Dicen que no existe un camino más directo hacia la universalidad que bucear en lo particular. Una gota de agua contiene el océano, una mota de polvo el universo. Todas las obras maestras son poco más que la mirada exacta sobre el suceso ínfimo, en manos de quien tiene el secreto de la belleza. Un hombre, todos los hombres.
Akira Kurosawa, el maestro de cineastas, el director más local se transmuta en el más universal. Hijo de un militar descendiente de samurais, lleva al cine historias íntimamente ligadas al pasado de su país, a los valores eternos personalizados en los samurais, y al hacerlo lo trasciende y logra hablar de lo que a todo ser humano compete: la soledad, el amor, el honor, la violencia, el miedo. Estudiante de Bellas Artes en Tokio, enamorado de la obra de Cezanne, Van Gogh, Renoir, de Shakespeare, de la literatura rusa, consideraba que el cine podía sintetizar el resto de las artes, que un plano podía contener la fuerza narrativa de la novela, la fuerza expresiva del mejor teatro, la belleza plástica de la pintura. Kurosawa tiende un puente entre oriente y occidente y nos acerca una forma de entender el mundo cargado de belleza y mucho más cercano a nuestras raíces culturales de lo que en principio podríamos pensar.


Sus historias se nutren por igual de leyendas medievales japonesas, el teatro noh y la obra de escritores como Esquilo, Simenon o Tolstoi, y del influjo de cineastas como John Ford o William Hart. Del mismo modo, su cine ha sido fuente de inspiración para directores como Spielberg, Scorsese, Lucas o Kitano.
Con motivo de su centenario, la Alhóndiga de Bilbao ha organizado una exposición titulada
La mirada del samurai. Los dibujos de Akira Kurosawa de la que algo comenté en una
entrada anterior, pero en la que me gustaría abundar después de haber podido disfrutarla hace unos días en la capital vasca. La muestra presenta una colección de fantásticos dibujos del director japonés, que conforman los
storyboards de varias de sus películas, junto a la proyección de fragmentos de sus filmes, vestuario y carteles publicitarios, además de conferencias, cursos, talleres y un ciclo de cine.


Cuando entras en la sala, la inmersión en su universo es total. Varias pantallas reproducen a la vez secuencias de sus películas acertadamente elegidas, de una fuerza visual impresionante. Pero, sobre todo, lo que te deja boquiabierta, quizá por lo desconocida, es la calidad de los dibujos. Vemos reproducidas escenas de
Kagemusha, la sombra del guerrero, en cuyos dibujos no solo muestra su conocimiento del imaginario japonés sobre su pasado histórico, sino que incorpora referencias a la historia del arte occidental, desde las pinturas de batallas del bajo Renacimiento italiano a las escenas oníricas del simbolismo y el surrealismo de principios del siglo XX.


Sobre estas líneas, parte del
storyboard de
Ran, la película en la que Kurosawa logra sintetizar magistralmente lo oriental y lo occidental al inspirarse para su argumento en
El rey Lear de Shakespeare con los recursos del teatro noh. Un alegato contra la guerra en cuya traducción pictórica vemos la influencia de Van Gogh y los impresionistas franceses. También podemos contemplar en la exposición dos de los kimonos utilizados en la película.


Los sueños de Akira Kurosawa, considerada como el testamento fílmico del cineasta, está compuesta por ocho historias que resumen las grandes preocupaciones morales, estéticas e intelectuales de Kurosawa. Al quinto episodio,
Cuervos, dedicado a Van Gogh, dedicaré una entrada a parte, pero merece la pena fijarnos en estos dibujos, de clara influencia fauvista, que me recuerdan a algunas pinturas de Chagall.


De gran simplicidad y esquematismos son los dibujos preparatorios de la película
Rapsodia en agosto, en la que una familia rememora el efecto de las bombas de Hiroshima y Nagasaki en sus vidas. El director aborda este tema sin efectismos, sustituyendo la espectacularidad con el silencio expresivo.


El ambiente opresivo de
Espera un poco se adivina ya en los dibujos preparatorios, en los que abundan los claroscuros, las tonalidades sombrías, los colores ácidos y las toscas pinceladas. Y la exposición se cierra con los
storyboards de la historia de amor prohibido entre un samurai y una geisha,
El mar que nos mira, una película que el director no llegó nunca a rodar y que fue finalmente dirigida por Kei Kumai.
