Heidelberg, Dresde, Brujas, Delft, Salzburgo, Innsbruck ... Hay una serie de ciudades europeas que parecen de juguete, ciudades con un encanto especial, inconfundibles. Ciudades que conservan la escala humana, en las que todavía se puede vivir. Dubrovnik, cayendo a plomo sobre el mar desde la ladera del monte Srd, es una de ellas. Desde lejos parece uno de esos pueblos de cartón piedra típicos de los nacimientos de Navidad.
La parte antigua conserva sus murallas, y aunque la guerra de los noventa, el asedio y los bombardeos destrozaron la casi totalidad de los tejados y muchos edificios, las murallas permanecieron practicamente intactas. A su derecha, un pequeño puerto, y salpicando la ladera, entre árboles, casas de poca altura conforman el Dubrovnik moderno.
Dubrovnik es una ciudad para la intimidad. Palacios, iglesias, espléndidas casas de piedra, calles estrechas y pequeñas plazas, un escenario perfecto para pasear pausadamente, escuchando solo el sonido de las pisadas en el empedrado. Así debería vivirse Dubrovnik, y no rodeado de turistas, como la he conocido yo.
Placa es el nombre de la arteria principal que cruza la ciudad, que os muestro en las dos fotografías superiores. En un extremo, la gran fuente de Onofrio y la Iglesia de Santa Salvación; en el otro extremo, la Plaza Luza con el Pilar de Orlando, el Viejo Campanario y el Palacio Sponza.
A la derecha de esta calle, multitud de callejuelas trepando por la ladera del cerro, escalinatas abiertas a cafés, restaurantes y comercios. A la izquierda, palacios e iglesias de gran belleza, como el Palacio del Príncipe, un edificio magnífico, entre renacentista y gótico, en cuya fachada se encuentran los capiteles más hermosos que conozco.
Esta ciudad es una joya.
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