Paseo mi nostalgia por el Campo de San Francisco de Oviedo, un día luminoso de mayo. De vuelta a mi tierra, olfateo el aire como un sabueso, paladeo su aroma dulce a tierra fértil y, con una sonrisa boba bailándome en los labios, recorro los rincones de mi infancia. Sabor agridulce. Ya tengo más pasado que futuro, y mis pasos se detienen cada vez más a menudo para mirar atrás. Y, entre estos árboles, veo la niña que fui, corriendo con mis hermanas tras las palomas, escapándonos de aquella "aya" asmática cuyo crujir de enaguas aún me parece escuchar.
El kiosco del Bombé, en la parte alta del Campo, donde tocaba la banda municipal los domingos por la mañana. Infundían respeto aquellos músicos, con su gorra de plato y sus uniformes. El Campo se llenaba de música mientras esperábamos ser recogidas por mis padres para ir a misa. Al otro lado, el Paseo de los Curas. Yo no lo recuerdo, pero cuenta mi padre que lo hacían en grupos enfrentados, para verse mientras charlaban, unos caminando hacia delante y otros hacia atrás, con los hábitos negros y el birrete, y las manos cogidas en la espalda. Cuando llegaban al final del trayecto, en la esquina con la calle Santa Cruz, desandaban el camino, ahora de espaldas los que antes lo hacían de frente, y viceversa. Y me veo, junto a mis hermanas, sentadas en ese mismo banco corrido, de piedra, que veis en la fotografía, jugando a los cromos, con las palmas ahuecadas para poder voltearlos mejor. Si lo lograbas, eran tuyos. Los más valiosos estaban salpicados de purpurina.
La fuente del caracol, donde las "ayas" recogían el agua para nuestras meriendas. Deambulo entre los árboles. En un alto estaba la jaula de Petra, pobre osa vieja y aburrida, pavor de los niños, que observábamos fascinados su inagotable circuito al borde de la reja, como los curas repitiendo incansable una y otra vez el mismo recorrido, su mirada triste sobre nuestra algarabía.
Ya no hay "piruleros", aquellas figuras mágicas que vendían pilurís de caramelo, puntiagudos conos de colores insertados en una suerte de lanzas de madera que paseaban, tentadores, por el Campo. Pero ahí está el "barquillero", con su tesoro de cucuruchos y galletas con miel. Compro dos y, con idéntica delectación que entonces, las saboreo junto con mi infancia. Me siento en un banco, junto a la Fuentona y contemplo el paseo que, primero yo y luego mi hija, recorrimos a toda mecha sobre nuestras bicicletas, yo madre horrorizada esperando ver a mi niña desnucarse contra la fuente en cualquier momento.
El Escorialín (llamado así por lo dilatado de su construcción), viejo kiosco primero de flores, luego de periódicos; la Fuente de las Ranas; la Rosaleda; el Estanque de los patos. Los viejos, sentados en los bancos, charlan a sol. Es una mañana de colegio, no hay niños jugando. Estos árboles que vieron crecer a mis abuelos, a mis padres, a mi y a mi hija. Como dijo Borges. "Durarán más allá de nuestro olvido; nunca sabrán que nos hemos ido".
¡Qué bonito mamá!
ResponderEliminarSabía que te gustaría. Besos, mi amor.
ResponderEliminarYa lo creo; precioso. Escribo anónimo pues por claves me lo devuelve constantemente, pero como ya sebes quien soy, lo intentaré con "el roto"
ResponderEliminarLa Torera, la Chucha, los bambys, los vallaurones, Coca, los pavos reales, los pájaros de la pajarera, las meonas, las ardillas, Perico y yo aplaudimos este magnífico retrato que haces de nuestro querido Campo. (José)
ResponderEliminarRecuerdos compartidos, José. Un abrazo grande grande, pegajoso de pirulí.
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