"Se disculpaba por la frivolidad de su demanda; necesitaba imperativamente para una de sus fábricas un rostro parecido al mío; y, al protestar yo, argumentando cuan poco despuntaba aquel rostro mío, cuan ordinario era, convencional tanto sobre la sotana de cura cuanto sobre el cuello de un uniforme de mosquetero o bajo el cuévano de un mozo de cordel, alegó que aquella virtud no era tan corriente en un mundo en el que los mosqueteros y los mozos de cordel se consideraban gentes fuera de lo corriente y hacían porque sus rostros lo proclamasen. (...) Dos mañanas le llevó pintar mi rostro en ese templete glacial que he mencionado. Por lo demás, el lienzo estaba ya casi acabado cuando yo llegué: era un Pierrot de gran tamaño, con las manos colgando y el porte de un simple. ¿Habré de admitirlo? Yo, que carezco ya de ambiciones, había tenido la esperanza, de camino, de que, por una vez, me pintasen con la apariencia de un prelado, de un profeta quizá, y me habría conformado con un papel de comparsa en una fábrica sacra, un levita detrás de Joad, o un oscuro testigo de la Pasión, mejor que con ese papel protagonista de payaso de cara enharinada que pretendía endilgarme. Me quedé atónito ante aquella cosa grande y blanca; él fingió caer en la cuenta de mi apuro, que, por descontado, tenía previsto; se disculpó mucho -y reía- y yo hice por reírme también: ¿no era acaso mi rostro el de un hombre cualquiera? Y, además, ¿quién iba a reconocerme en las casas de los gentileshombres en las que estaría colgado nuestro cuadro? Empecé a posar. (...) Así remató aquel Pierrot. Al final de la segunda mañana, me dio la espalda y fue a plantarse ante una ventana. Yo miré el objeto aquel. Y si algo así como un hombre del Octavo Día, como si a Dios, cansado, se le hubiese olvidado ya que había creado al hombre la antevíspera; pero para este no le quedaba ninguna Eva en la manga; vi, en los rasgos, mi deslucida jeta; y la de él la vi en ese pasmo que ya ni era sorpresa, en la renuncia de quien, una vez más, ha pintado para nada; la jeta de cualquier hombre cuando cree que no le está mirando nadie. Era un objeto que no decía nada, un espectro o un imbécil, todo blanco, con manazas de hombre; detrás, unos chopos y unos `pinos albares, un comparsa escarlata ocupado en otros asuntos y los vahos azules del ardor estival: de otro verano, sin duda, de hace muchos años. En el parque, el viento de invierno soplaba, con ráfagas blancas. Y él miraba el viento."
Quien habla es el párroco de Nogent, una localidad de la región francesa de la Isla de Francia, donde el pintor Antoine Watteau recaló un invierno. Y, tal como cuenta admirablemente Pierre Michon, fue elegido por la vulgaridad de sus facciones para dar rostro a su Pierrot. El texto pertenece a Señores y sirvientes, del que ya os reproduje unas líneas dedicadas a Roulin, el empleado de Correos que retrató Van Gogh, un libro que continuo leyendo fascinada.
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