Debo confesar que me gustan las mezclas, tanto en la vida como en el arte. Disfruté de los imaginativos montajes que Robert Carsen y Mario Gas, por poner dos ejemplos, realizaron en el Teatro Real para las óperas Katia Kabanova y Madama Butterfly; me entusiasmó la versión de Peter Brook de La flauta mágica (de la que ya os he hablado en el blog); me suelen interesar las reinterpretaciones de los clásicos en cualquier ámbito en el que se produzcan. Y me interesa el diálogo que nace entre lo clásico y lo moderno.
Así pues, me acerco expectante a la exposición Qué hace esto aquí, que estos días tiene lugar en el Palacio/Museo Lázaro Galdiano en Madrid. Este es uno de mis lugares predilectos en la ciudad, una joya que os comenté hace algún tiempo. Y no salgo defraudada, muy al contrario. Comprendo que a algunas personas les resulte chocante ver un Tapies junto a una crucifixión flamenca, o una escultura de Juan Muñoz vecina a un Carreño Miranda. Pero si reflexionamos sobre ello nos daremos cuenta de que la belleza se hermana siempre, entre las grandes obras surge una suerte de diálogo que armoniza lenguajes, estilos y épocas, enriqueciéndose mutuamente.
Sara con espejo, de Juan Muñoz, se ha colado en el salón dedicado al arte español del Siglo de Oro y no sabemos si se observa a si misma o a Doña Inés de Zúñiga, retratada por Carreño Miranda en 1660. Tiene por vecinos, entre otros, a una Inmaculada de Claudio Coello y a una preciosa Cabeza de muchacha de Velazquez. Doña Inés se muestra orgullosa a la mirada del espectador; Sara ahueca sus faldas, en un gesto muy infantil, y se encuentra guapa en el espejo.
Junto a Cristo crucificado del Maestro de los Nimbos pintados, una obra de la segunda mitad del siglo XVI, vemos un Millares. Se trata de Personaje, fechado en 1964. Ante los dos, mirando alternativamente a uno y otro, las similitudes se evidencian. Ambos transmiten un intenso dramatismo. La maravillosa tabla flamenca, con su Cristo doliente. El cuadro de Millares, arpillera retorcida, anudada, elemento tan pobre desgarrado, y la sombría paleta. Incluso su figuración puede evocar la figura de un Cristo. En ambas, el protagonista es el dolor humano. Idéntica reflexión plantean La crucifixión, de Antonio Saura junto al Cristo atado a la columna, escultura de Miguel Ángel Naccherino, firmada en 1616.
En la sala dedicada al Arte español de los siglos XV y XVI han colgado Torax, técnica mixta sobre tabla de Antoni Tàpies, y Tres cols en terra, de Miquel Barceló. Y comprobamos que casan perfectamente, en primer lugar, por las tonalidades empleadas, y en segundo por su utilización de las texturas como elemento expresivo. En palabras de Marta García-Fajardo: " En las tablas de los primitivos españoles (...) las texturas y relieves dorados presentes en las coronas, nimbos y borduras, así como los finos complementos decorativos que hacen resaltar broches, perlas y otros detalles (...) simbolizan los valores espirituales y sitúa al espectador ante dos espacios simbólicamente siferenciados: el divino y el humano. (...) Tàpies, como emblema del informalismo español, y Barceló, con sus topografías táctiles, se entroncan con las tablas de los primitivos españoles en cuanto que el recurso expresivo de la materia se entremezcla con referencias figurativas de carácter simbólico, sutilmente en el caso de los contemporáneos y abiertamente explícitas en el de los primitivos."
Aquí tenemos a una Dama, de Antonio Saura, rodeada de otras tantas de los siglos XV y XVI, entre ellas un Retrato de dama joven, un precioso lienzo atribuído a Sofonisba Anguisola, pintora del siglo XVI que me entusiasma y de la que ya os he hablado en otra ocasión. Es una de las poquísimas artistas cuya calidad fue reconocida en su tiempo. En 1559 llega a España desde Milán como pintora de la Corte y dama de compañía de la reina. En el Museo del Prado podemos contemplar sus magníficos retratos de Felipe II e Isabel de Valois. En el centro de la sala, una magnífica colección de relicarios, Santa Úrsula y las once mil vírgenes vestidas de cortesanas.
En este caso, es el diálogo que se establece entre el hieratismo y gravedad de las habitantes del Museo y la extrema expresividad de la Dama de Saura lo que llama poderosamente atención.
El Greco, Zurbarán, Ribera y Murillo comparten la sala del Arte español del Siglo de Oro con la Madonna con rosa mística, óleo pintado por Dalí en 1963. La rosa mística, símbolo de la pasión en la pintura renacentista, se encuentra encerrada en un cubo, en el centro del pecho de la Virgen. Un espléndido San Bartolomé de Ribera cuelga en las inmediaciones. Distintos estilos para una misma religiosidad. Y, a la derecha, Rampant, de Kandinsky, junto a los Retratos españoles de los siglos XVIII y XIX. La mayor vecindad se establece con el retrato que Zararías González Velázquez realiza a su sobrina Manuela tocando el piano. Estamos en el antiguo salón de baile del palacio, donde la música era tan a menudo protagonista. Kandinsky, gran amante de la música, trata de encontrar en sus obras un sistema de códigos que sea capaz de afectar al espíritu del mismo modo que ella. El arte más abstracto es el de mayor poder evocador. Amparo López Redondo nos recuerda las palabras de Kandinsky tras asistir a una representación del Lohengrin wagneriano: "Los violines, los contrabajos, y muy especialmente los instrumentos de viento personificaban entonces para mi toda la fuerza de las horas del crepúsculo. Mentalmente veía todos mis colores, los tenía ante mis ojos." En las formas orgánicas representadas en la abstracción del pintor podríamos ver la transcripción de los sonidos que emergen del piano de Manuela.
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