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jueves, 7 de octubre de 2010
Hamburgo
El día 3 se conmemoró la unificación de Alemania, un país especialmente querido por mí, al que he visitado en muchas ocasiones, donde siempre quiero volver. He conocido sus ciudades, vivido en sus pueblos, recorrido campos y bosques a través de carreteras secundarias que me descubrieron pequeñas aldeas encantadoras, fuera de las rutas turísticas. En Alemania me he sentido en casa siempre.
En el 2002 le tocó el turno a Hamburgo. Octubre. Hacía frío, soplaba el viento del norte, las nubes, con su vientre cargado de lluvia, parecían formar un pasadizo con el agua de los canales por donde se delizaba la lancha que nos adentraba en Jungfernstieg, hacia el delta del Elba. Fue un recorrido fascinante. Los muelles estaban desiertos, en silencio. Sólo se escuchaba el ronroneo del barco. Un laberinto de canales. Puentes, rincones y casas hermosas, pero son los almacenes, esas hileras de edificios de ladrillo rojo los que aportan al puerto su singularidad, formando una ciudad independiente, personalísima, construída en 1880 para almacenar y distribuir la mercancía que llegaba de Oriente: café, especias, trigo, alfombras orientales... Algunos edificios aún conservan en sus ventanas los carteles que anuncian el producto que almacenan. Un lugar inquietante.
Cuando salimos del metro, en S. Pauli, llueve sobre el Reeperbahn, el barrio rojo de Hamburgo. Los anuncios de neon se reflejan en los charcos, todo brilla. En ambas aceras se suceden los sex shops y los establecimientos de streeptease, salpicados con bares y pequeños restaurantes. Grandes fotos en los escaparates con escenas explícitas de su oferta. Parece que estamos en Las Vegas. Pese a la lluvia y el frío, mucha gente paseando bajo los paraguas. Desde las puertas de los locales, chicos y chicas llaman la atención de los transeuntes, invitándoles a entrar. Gente joven trapicheando, alguno en pleno viaje tirado en el suelo. No puedo evitar comparar Reeperbahn con De Wallen en Amsterdam y, pese a que este último cuenta con sus famosos escaparates con las mujeres desnudas, siento que el barrio rojo de Hamburgo es más sórdido, más inquietante.
Como contrapunto, leo "Hyperión", de Hölderlin.
Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo. Hay un callar, un olvido de toda existencia en que es como si hubiéramos perdido todo, una noche de nuestra alma en que no nos alumbra el centelleo de ningún astro, ni siquiera un tizón de leña seca.
En un coche alquilado viajamos hasta Timmendorfer Strand, un pueblo de veraneo, a orillas del Báltico, a 20 Km de Lübeck. Excepto dos edificios altos que rompen la armonía, el lugar es precioso: pequeñas calles arboladas, chalets con cuidados jardines y casas solariegas rehabilitadas. Y la playa enorme, de arena blanca finísima plagada de delicadas conchas. Un muelle de madera pintada de blanco se adentra en el agua. Pese al frío pasean por la orilla familias con niños pequeños, parejas con perros. El mar está quieto, sin olas, gris como el cielo. La luz brilla, blanca, transparente.
Sigo con Hyperion:
Eso es lo que nos hace pobres en medio de toda riqueza, que no podamos estar solos, que el amor no muera en nosotros por mucho que vivamos.
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Otra "ciudad herida", renacida después de la guerra. Operación Gomorra lo llamaron. Devastada hasta los cimientos por la aviación aliada. Hay otras fotos, otras miradas mucho menos bellas que estas en color y que las sustituyen afortunadamente.
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