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viernes, 8 de octubre de 2010
Vargas Llosa, enfermo del Perú
Ha cultivado todos los registros de la literatura. Ha narrado situaciones trágicas y disparatadas, ha recreado los paisajes de su país pero también el ruido de las metrópolis del siglo XX, se ha hecho acompañar por personajes cargados de vida y de contradicciones, ha explorado los recovecos del poder y las alcantarillas del alma.
Era de esperar que todos los medios de comunicación hispanos se hicieran ampliamente eco del Nobel concedido ayer a Mario Vargas Llosa. Los periódicos españoles, especialmente el diario El País, del que el escritor es colaborador habitual, han rellenado páginas y páginas de artículos escritos por intelectuales, periodistas e incluso políticos sobre su obra. Los párrafos que abren este comentario pertenecen al editorial que el periódico citado, con el titular Mario, al fin, ha dedicado a lo que ha sido vivido por todos como un éxito personal.
Cuando el periodista Juan Cruz lee por teléfono al escritor los motivos esgrimidos por la Academia para concederle el premio, a saber, ... por su cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota el premio Nobel reconoce que en efecto, de eso va mi obra, de la resistencia del individuo ante el poder, de la lucha de los hombres por salvar su individualidad en un mundo en el que la libertad está tan acosada. Mariano Rajoy, en su artículo titulado ¡¡Por fin!! en el diario El Mundo escribe: No sé qué significará exactamente "la cartografía de las estructuras del poder" o "las aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión o la derrota del individuo" que, por lo visto, le han hecho merecedor del Nobel de literatura; desde luego como lector yo le agradezco a Vargas Llosa su determinación insobornable por explorar siempre nuevos caminos narrativos. A los lectores que me leen desde otras latitudes les diré que este señor que muestra su ignorancia es el líder de la oposición en España.
Aunque yo no formo parte de la generación de los 60, sino de la inmediatamente posterior, hago mías en su totalidad las palabras de Juan Luis Cebrián: La obra de Vargas Llosa mantiene una relación intensísima con las emociones, los desvaríos y ensueños de la generación de los sesenta. Esta fue una década marcada por un anhelo de libertad como no recuerdo se haya producido en todo Occidente después de la II Guerra Mundial. Confluían en las aspiraciones de la época demandas muy diversas, que iban desde la revolución política a la sexual, y que en el caso de España apenas podían expresarse. La incorporación a nuestro universo literario de un buen elenco de jóvenes escritores latinoamericanos (García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa...), y el descubrimiento tardío de maestros como Borges o Asturias, galvanizó por entonces la conciencia de una España que despertaba al desarrollo económico y pugnaba por sacudirse las cadenas de la mediocridad y la miseria. Descubrimos también gracias a ellos, casi de golpe, el mestizaje posible entre el realismo social, que pugnaba por abrirse paso en nuestro país, y el realismo mágico que aquellos autores nos regalaban. En aquel peregrinaje artístico, tan inesperado como placentero, los latinoamericanos de la época nos ayudaron a descubrir los perfiles de nuestra propia identidad, frente a la cultura acartonada, provinciana y triste que el franquismo patrocinaba.
De ahí la gran deuda de aquellas generaciones respecto a los escritores del llamado boom latinoamericano. Una deuda vital. Y, en el caso de Vargas Llosa, como en la de otros, una deuda intelectual que proviene tanto de la excepcional calidad artística de su literatura como de su compromiso con la realidad. En palabras del filósofo Fernando Savater: En todo lo que narra Vargas Llosa hay una verdad y una trasparencia objetiva que derrotan a los resabios de cualquier ideología: es lo que podríamos llamar el amor artístico a lo humano, la profunda compasión (o simpatía, si preferimos la etimología griega) que comprende el desasosiego de sus semejantes y vibra literariamente con él. Ese humanismo auténtico, práctico, incluso misionero (porque nos hace cómplices de la humanidad que a través de la lectura se nos descubre) constituye la urdimbre final de su visión del mundo. Incluso quienes discuten sus conclusiones ideológicas aceptan la suprema honradez de sus premisas narrativas: tal es su fuerza y su grandeza, tal es también el reto -el "mas difícil todavía"- que arrostra con cada uno de sus libros... Es generoso en la opulencia de sus ficciones, dramáticas y sensuales, desesperadas y liberadoras; es generoso en su curiosidad que a nada renuncia, que todo lo explora y escudriña, que lo mismo agota una biblioteca para documentar un libro que atraviesa el desierto para conocer Irak sin intermediarios; es generoso en su compromiso político, cuando tan fácil es acertar siempre callando o manteniendo una cauta ambigüedad como vemos todos los días en quienes nunca arriesgan ni su comodidad ni su reputación; es generoso siempre en su tratar de entender y no intentar desentenderse, en su contagioso afán de hacernos entender. Tiene la generosidad del talento y su talento es erótico: o sea excitante pero también procreador.
Pese a tener algún amigo común, nunca he hablado con él, aunque en dos ocasiones estuve a punto de hacerlo. La primera fue durante un verano a principios de los 90. Le vi con su mujer paseando, unos metros por delante de mí, en la urbanización "La Virginia" muy cerca de Marbella, en Málaga. La Virginia fue construida simulando un pueblo andaluz, de pequeñas casas encaladas, calles adornadas con hibiscus y buganvillas y una pequeña iglesia blanca donde se dirigieron Vargas Llosa y su mujer. La timidez me impidió acercarme. La segunda ocasión se me presentó en Nueva York, paseando por la Sexta Avenida. Cruzarme con él me alegró como si sorpresivamente me encontrara con un miembro de mi familia y estuve a punto de hablarle. Esta vez fue la prudencia lo que me detuvo. No dudo que su educación hubiera recibido mi saludo con una sonrisa agradecida, pero habría roto, sin derecho alguno, ese anonimato que le es tan grato.
Así que esperaré por si la suerte me depara una tercera oportunidad. Donde verdaderamente me haría feliz encontrarle es en Perú, un país que estoy deseando conocer y del que el escritor ha manifestado estar enfermo: El Perú es para mí una especie de enfermedad incurable y mi relación con él es intensa, áspera, llena de la violencia que caracteriza a la pasión. Ojalá.
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