Este año, en Asturias el verano cayó en martes. Llegó una mañana más bien fresquita, pero con el cielo azul brillante, como el manto de una Purísima de Murillo y un viento del Nordeste pletórico de buenos augurios. A mediodía aún seguía aquí, tal dinosaurio de Monterroso. Así que al volver de mi caminata novedosamente sudorosa y con las mejillas arreboladas como una jovencita, cogí la toalla y el biquini de rayas y me fui a la playa. Marea alta, metro y medio escaso de playa para cobijar una marabunta de gijoneses armados de sillas y tumbonas, niños con flotadores, palas y cubos, señoras gordas y hombres morsa, con bigotes incluidos. Si añadimos las casetas de baño, parecíamos una colonia de hormigas apretujadas, avariciosas de un rayo de sol.
Sorteando sombrillas y bolsas de playa, saltando sobre piernas y torsos, alcancé la orilla y me di un baño riquísimo, helador y tonificante. Salí del mar como un sputnik, casi morada, castañeándome los dientes. Por suerte seguía siendo verano y el sol no se había esfumado como mi acaloramiento, así que me estiré sobre la toalla todo lo que los vecinos me permitieron y volví en mí. Pensé en no moverme de allí hasta la noche, para disfrutar de la estación, pero a las cuatro de la tarde me asaltó un hambre feroz. A mi lado, una familia numerosísima había extraído de las bolsas de playa tarteras y bocadillos y, pese a mis miradas glotonamente lastimeras, no se dio por aludida. Así que acepté el hecho de que el día playero del verano había concluido, agarré mis cosas y volví a mi casa. Sé que todos los asturianos, a lo largo del húmedo invierno, recordaremos este día con resignada nostalgia.
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