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lunes, 9 de julio de 2012

La luz del norte

La luz, todos los días diferente, envuelve la ciudad con ropajes distintos. La mañana despuntó brumosa y, aunque luego fue abriendo, dejó la ciudad vestida de plomo, una luz blanca mate acompañó mi caminar. La iglesia de San Pedro reflejándose en un mar dormido, del color del acero, confundiéndose con el horizonte.

El mar bate suavemente el muro del paseo marítimo, nada recuerda a ese "mar bravísimo" del que hablaba Jovellanos y que, en ocasiones, convierte en hazaña este mismo recorrido. La marea ha devorado la playa. Huele intensamente a ocle.



De repente soy testigo de una escena cuya violencia me ha dejado impresionada. Una gaviota vuela bajo, delante de mí, agarrando con el pico la nuca de una paloma que aletea desesperada, tratando de zafarse. La gaviota describe un círculo en el aire, sacude en dos ocasiones el cuerpo de la paloma que, de repente, logra desprenderse y emprende un vuelo desordenado y liberador. Pero la gaviota se dispara contra ella, la sigue, amenazante, y las pierdo de vista cuando se internan entre los árboles del Parque de Isabel la Católica.



En 1970, para gran regocijo de los niños, colocaron en lo que entonces era el final del Muro esta escultura que veis, Monumento a la madre del emigrante, obra del escultor Ramón Muriedas. Su figura, dramática e imponente recortándose contra el cielo y el mar, en actitud  implorante, fue bautizada por los gijoneses como La lloca del rinconín.











Por la tarde la luz blanca se volvió más brillante, después de una granizada que me pilló en el interior del Museo Barjola (excelente pintor, gijonés de adopción, de cuya obra os hablaré uno de estos días) y con enorme riesgo de coger una chupa de cuidado me acerqué al puerto deportivo y a la preciosa escultura de Joaquín Vaquero Turcios, Nordeste, que corona la cuesta que conduce desde mi casa al mar.








Y así acabó el día.

1 comentario:

  1. En efecto, Sol, contemplar el cielo y el mar de nuestra tierra, de nuestra querida patria, es como sentarse ante el fuego de una hoguera o chimenea: siempre cambiante, siempre sorprendente; como si todo estuviese por hacer por insospechado.
    Mira, yo ahora en la noche, escucho cómo estalla la mar en el cercano acantilado y me empequeñezco ante tanta hermosura, como si abrazase un cuerpo en el barlovento del amor.

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