Jesse A. Fernández es de esos periodistas que un buen día, por necesidad de suplir al fotógrafo con el que debía cubrir una información, toma la cámara (una Leica, en su caso) y comienza a disparar, naciendo así un magnífico fotógrafo y un retratista excepcional.
Cubano de nacimiento, hijo de asturianos y ciudadano del mundo (vivió en La Habana, Nueva York, París y Madrid) tenía una sensibilidad especial para el retato. Ante su cámara posaron artistas y literatos como Dalí, Borges, Heminway, Lezama Lima, Susan Sontag, Miró, Juan Benet, Cortázar, Francis Bacon, Marcel Duchamps o Marlene Dietrich, entre otros muchos.
Colaboró en diarios como The New Kork Times, el Herald Tribune o el Times, y con su amigo Cabrera Infante en publicaciones cubanas. Así recuerda el escritor cómo le conoció en Nueva York, en 1957, mientras colaboraban en un reportaje para la revista cubana Carteles, y nos ofrece un delicioso relato, propio de su pluma:
Había entrevistado yo y Jesse fotografiado al hoy olvidado Helmut Kautner, entonces en su media hora de fama y cuando caminando por Central Park tuve un ataque incoercible de orina retenida: en dos palabras, me meaba. Iba a buscar un urinario público en el parque cuando Jesse sugirió que era más fácil entrar a un hotel y preguntar por los baños, lavatories o toilets. Estaba preguntando a un recepcionista dispéptico cuando oí los disparos. Fueron dos. Pronto hubo gente corriendo a través del lobby hacia uno de los pasillos y corrimos tras ellos para llegar a
Pero de la Leica de Fernández no sólo surgen retratos. En 1980 se edita un libro que recoge su serie Las momias de Palermo, un conjunto de fotografias fascinantes y esperpénticas, fruto de un humor sarcástico y una mirada, al menos, original.
Fotógrafo, grabador, dibujante, pintor, un espíritu libre con alma de artista al que Cabrera Infante describe de este modo:
En ese tiempo en Cuba conocí a los diversos Jesses: el ojo incansable que lo ve todo, la máquina que atrapa cada instante en una foto para hacerlo eterno, un hombre apocado y audaz, un individuo vulnerable que detrás de la cámara se convertía en un héroe que no conocía el miedo, capaz de ser un mártir que nos mira, un americano de atuendo que conocía dónde estaba lo cubano (su presencia, su esencia), un dandi delicado que nos influyó a todos con su disfraz diario: camisas azules de obrero que trabaja, pantalones de caqui curtido, zapatos de cuero virado y un cigarrillo Player entre los labios siempre. Había otro aspecto singular de Jesse que era inquietante: era capaz de llevar al viaje que hicimos por todo el territorio cubano tomando fotos para A Cuba con amor (cuando creíamos en el espejismo que fue sólo una ilusión óptica) cargando un inusitado volumen de las poesías completas de Rimbaud ¡en su francés original!, que leía cada noche del viaje al fin de la isla, en su cuarto de hotel, solo. Jesse era un hombre culto oculto. Lo que no podían ser sus imitadores del patio. Jesse se escapó de Cuba mediante un subterfugio que fue su refugio: regresó a Nueva York casi de incógnito. No nos volvimos a ver hasta el viaje que hice de Londres a Hollywood en
Bienvenido Jesse. Eras imprescindible en esta casa, en este mundo.
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