"En un fondo a lo Tiziano con un paisaje umbroso y distante, como un bosque melancólico, y bajo un cielo vespertino, se veía el tronco de un árbol tenebroso y ligeramente torcido que hacía las veces de cruz de ejecución. Atado al tronco estaba el cuerpo desnudo de un joven sumamente bello. Sus manos se cruzaban en lo alto, y la cuerda que unía sus muñecas estaba atada al árbol. No se veían más ligaduras. Lo único que cubría la desnudez del joven era una tela basta de color blanco que le caía suelta a la altura de las ingles. (...) El cuerpo del joven, que se asemejaba al de Antínoo, no mostraba señales de sufrimiento ni esas huellas de decrepitud edificante habituales en los cuadros de otros santos. Antes bien, irradiaba sólo juventud, sólo luz, sólo belleza, sólo dicha.
Su cuerpo desnudo, blanco e incomparable, resplandecía sobre el fondo de tonalidades opacas del crepúsculo del día. Los brazos musculosos, acostumbrados a tensar el arco y a blandir la espada como guardia pretoriano, se elevaban en un ángulo natural, mientras que sus atadas muñecas se cruzaban justo por encima del cabello. El rostro estaba ligeramente alzado, y los ojos, abiertos de par en par, contemplaban la gloria de los cielos con una profunda serenidad. En la superficie de su pecho saliente, del abdomen musculoso, de las caderas en torsión, no se vislumbraba sombra alguna de dolor. Flotaba, antes bien, una especie de placer, tenue como las notas de una música melancólica. De no ser por las flechas clavadas profundamente en la axila izquierda y en el costado derecho, se diría la figura de un atleta romano que descansaba de su fatiga apoyado en el árbol de un jardín bajo la luz delicada del ocaso. (...) Tan pronto puse los ojos en este cuadro, todo mi ser se estremeció bajo el impacto de una suerte de gozo pagano."
Esta maravillosa descripción del San Sebastián, de Guido Reni, pertenece a Yukio Mishima en su Confesiones de una máscara. Un libro tan deslumbrante como el cuadro al que se refiere.
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